Este relato ha sido cedido por Fernando Iwasaki con ocasión de La Noche de los Libros 2021. Vaya desde aquí nuestro agradecimiento al autor.
Yuyachcanquichum yana ñahui sonjo sua
Papa yanuychallayqui juycullahuayjasquita
Misqui chupichallayqui jaraycuhuasjaiquita
Canto popular huancavelicano
El que no tiene de inga, tiene la jeringa
Lema de la campaña de vacunación del Zupay-25
MIENTRAS LOS AULLIDOS del exterior indicaban que los «vikingos» habían derribado ya las puertas blindadas del búnker, el profesor Choquehuanca trataba de copiar en un lápiz de memoria los documentos que le había enviado por correo electrónico a su director de tesis en Zürich. ¿Viviría todavía el doctor Roman Scholz? Imposible saberlo. Ni siquiera tenía la seguridad de que los archivos hubieran llegado a su destino, porque la nube de la ETH Hönggerberg parecía colapsada y en el búnker apenas había señal wifi desde que los «vikingos» volaron la central hidroeléctrica del Cañón del Pato. Cuando el virus de la papa despertó a fines del 2021, en todo el planeta se había desatado el apocalipsis.
En el fondo, Choquehuanca surfeaba la ola de la pesadilla distópica sintiéndose mismo Will Smith en Soy leyenda, descubriendo una vacuna incluso a punto de mancar. Sería la segunda cura que encontraba, aunque el primer remedio había sido peor que la enfermedad. En efecto, después de comprobar que los anticuerpos de las alpacas anulaban la proteína Spike-1 que permitió el contagio masivo del coronavirus, el equipo del doctor Scholz patentó un inhalador de anticuerpos de alpaca que barrió del planeta al Covid-19, pero que despertó al virus más mortífero de la historia de la humanidad: el Zupay-25.
Al parecer, los anticuerpos de alpaca sacaron de su letargo a un retrovirus endógeno que había permanecido inactivo en la papa durante casi mil años. El profesor Choquehuanca observó con huaracina indiferencia las imágenes de los drones que volaban sobre el búnker y activó los aspersores de ácido muriático para contener a los «vikingos» en el primer nivel. Igualito que en Resident Evil. La verdad es que desde que la papa se diseminó por todo el mundo a fines del siglo XVI, el tubérculo se había adaptado a los climas y suelos más diversos, pero conservando intacta una carga genética donde el bandido Zupay-25 dormía -solapa- entre células y moléculas de lo más inofensivas. ¿Cuántos siglos llevaba la humanidad comiendo papa como cancha? Al profesor Choquehuanca se le hizo agua la boca cuando recordó la cantidad de ricos platos a base de papa que había probado: el aloo pie de la India, la pitepalt sueca, el knish de Israel, la kugelis lituana, el nikujyaga japonés, la szczawiowa polaca y la tortilla española, por no hablar de la infinidad de sopas, purés, souflés, ensaladas, vichyssoises, aguardientes y estofados ingleses, alemanes, irlandeses, rumanos, franceses, escandinavos, belgas y escoceses. “Si los incas hubieran inventado el vodka” -pensó Choquehuanca- “Pizarro no habría pisado Cajamarca porque se hubiera pegado la gran bomba en Piura”. Más bien, la gran bomba fue el Zupay-25.
Cerca de diez millones de personas perdieron la vida entre 2022 y 2023, cuando el Zupay-25 despertó achoradísimo. Los científicos estaban desconcertados porque la enfermedad había brotado a la vez por todo el planeta y se perdieron meses valiosos mientras la comunidad internacional le echaba la culpa a los chinos y los biólogos analizaban coronavirus mutantes de macacos, mangostas, puercoespines y otros bichos que los desprevenidos turistas comían en Pekín creyendo que todo era pato. Así, a fines del 2023 y en la ETH de Zürich, un becario peruano le encontró a la enfermedad un remoto parecido a la verruga andina y decidió inoculársela -mismo Daniel Alcides Carrión- a cambio de la renovación de su beca. Los resultados fueron asombrosos: todo el equipo del doctor Roman Scholz cayó enfermo, menos Choquehuanca.
Viendo a sus compañeros entre la vida y la muerte, Choquehuanca decidió compartir con ellos el arma secreta que guardaba en la refrigeradora de su pensión por si la enfermedad se ponía chúcara: tres kilitos de tocosh que su mamá le había mandado desde Huaraz para que no se resfriara ni se estriñiera. Al olerlo sus colegas pensaron que el tocosh los mataría más rápido, pero cuando empezaron a mejorar el doctor Scholz le pidió al becario peruano un par de frascos: uno para analizarlo y otro para enviárselo a su familia en Berlín. ¿Cuál era el origen de la enfermedad? ¿Por qué Choquehuanca era inmune? ¿Sería posible producir una vacuna gracias al tocosh?
Cuando era chico, al profesor Choquehuanca no le gustaba el tocosh que su abuela preparaba siguiendo la ancestral receta huaylas: hacía un hueco profundo en el cauce de una acequia, lo rellenaba con varios pisos de papas separados por capas de una mezcla de ichu con caca de alpaca, ponía a correr encima el agua de la acequia y lo dejaba así -todo tapadito- durante dos años. El niño Choquehuanca creía que esa mazamorra apestosa que su abuela lo obligaba a tragarse a cucharadas estaba podrida, pero después de estudiar biología en San Marcos comprendió que era un poderoso antibiótico natural producido por la fermentación de la papa. De hecho, lo primero que descubrió el equipo del doctor Scholz fue que la papa con la que la mamá del becario preparó aquel tocosh bendito era «originaria»; es decir, genéticamente pura, la madre de todas las potato, pomme de terre, kartoffel, brambor, jagaimō, cartoff, ziemniak, burgonya, aardappel, peruna, krumpir, bulba, tǔdòu y así hasta que se acabaran las lenguas, porque cada idioma tenía una palabra específica para nombrar a la papa. Las alarmas del segundo nivel arrancaron a Choquehuanca de sus ensoñaciones y no le quedó más remedio que criogenizar a los «vikingos» -mismo Jabba the Hutt a Han Solo- con gas cuántico helado.
En realidad, Choquehuanca no había contagiado a nadie, porque sus compañeros se infectaron por culpa de la reacción de los anticuerpos de alpaca con las papas de una raclette que los investigadores se zamparon en la mensa de la ETH de Zürich. Así, el inhalador que había salvado a la humanidad de los estragos del Covid-19 reactivó al Zupay-25, diseminado por los cinco continentes a través de toda esa constelación de variedades de papas que lo mantenían dormido en su carga genética. ¿Y por qué Choquehuanca era inmune? Porque sólo la población andina originaria poseía anticuerpos contra esa milenaria enfermedad que ya había asolado los Andes en tiempos precolombinos. De hecho, el cronista Cabello de Balboa narraba en su Miscelánea Antártica (1586) la muerte del príncipe Yáhuar Ismay («el que defeca sangre») -hijo de Inca Roca- víctima de una enfermedad que muchos historiadores confundieron con la disentería. Durante meses el doctor Roman Scholz y su equipo analizaron muestras de ADN procedentes de tumbas cusqueñas incaicas y de tumbas moche de San José de Moro, y a mediados de 2025 descubrieron alborozados restos del mismo anticuerpo que había protegido a Choquehuanca contra el retrovirus de la papa: “¡Zupay pa wawa, viruschoy!” -exclamó el becario- y el virus quedó bautizado.
Así, mientras Choquehuanca partía hacia el Callejón de Huaylas con la finalidad de construir una fortaleza subterránea para fabricar toneladas de auténtico tocosh a la huaracina, la multinacional suiza que financiaba al equipo del doctor Roman Scholz cometió uno de esos errores que o salvan al género humano o lo convierten en zombi, mismo World War Z: se puso a producir tocosh como trapo, pero utilizando las variedades europeas de papa, sin ichu, sin estiércol de auquénidos silvestres y con un agua sanísima que cumplía todos los parámetros de calidad de la OMS. El cóctel de anticuerpos de alpaca, Ultimate Tocosh y Zupay-25 provocó una mutación tremebunda y así nacieron los «vikingos» -una energúmena criatura mezcla de vicuña con gringo-, como esa horda que ya corría ululando por el tercer nivel del laboratorio subterráneo donde Choquehuanca le daba los últimos toques al único antídoto que podía salvar a la humanidad: el auténtico tocosh huaylas elaborado según la receta de su abuela.
Una por una fueron cayendo las principales ciudades europeas, africanas, asiáticas e incluso de América del Norte, porque los descendientes de los pieles rojas tampoco estaban inmunizados contra el Zupay-25. Ni siquiera las poblaciones indígenas de México y Guatemala se salvaron, aunque la enfermedad no les agarró tan fuerte. Más bien, Perú, Ecuador y Bolivia se convirtieron en el último reducto de la ciencia y la civilización, a pesar de algunas rocambolescas situaciones que llamaron la atención de la prensa limeña. Por ejemplo, ciertos escritores supuestamente «criollos» no desarrollaron la enfermedad mientras que unos cuantos escritores que presumían de «andinos» se volvieron «vikingos» furiosos; por otro lado, algunas familias de rancia y aristocrática prosapia se deprimieron al ver que nadie se contagiaba en su casa y -finalmente- millones de inmigrantes que llevaban más de tres generaciones en Lima regresaron a sus pueblos de la sierra, donde el precio de los terrenos y las viviendas subió como la espuma. De la noche a la mañana cantar Ojos azules se volvió políticamente incorrecto mientras que el huayno Mujer andina se convirtió en la melodía más descargada en los celulares peruanos.
-Oiga, ¿usted por qué no se ha enfermado si tiene apellido japonés?
-Porque mi papapa era de Huamantanga y mi abuelita huaracina.
-¿Su abuelita le enseño a preparar tocosh?
La marabunta «vikinga» ya había llegado hasta la puerta acorazada del laboratorio principal y Choquehuanca calculó que el blindaje no aguantaría más de tres horas la presión y los golpes de esos miles de «vikingos» que se empotraban una y otra vez contra la entrada. Y aunque le gustaba sentirse así, mismo Vigo Mortensen en La Carretera, el profesor Choquehuanca decidió que había llegado el momento de usar las cabezas clavas y entonces liberó por el sistema de ventilación el olor de los cientos de toneladas métricas de tocosh -cien por cien huaylas-, que fluyó torrente a través de la ñanga de las cabezas clavas repartidas por los cuatro niveles del búnker. Los «vikingos» no sanaron, pero se quedaron traspuestos.
Mientras huía por un túnel secreto que lo llevaría hacia la antigua ciudad de Yungay donde lo esperaba un helicóptero de la ONU, el profesor Choquehuanca ya no pensaba en la vacuna contra el Zupay-25 sino en cómo seguir comiendo gnochi, kartoffelsalat y patatas bravas sin contagiar a nadie, porque el mundo tendrá flor de papas, pero flor de anticuerpos solamente los runa people. Choquehuanca tecleó en su perfil de Tinder: “Asintomático Zupay-25. Antígeno comparto”, mismo Matt Damon en Contagio.
Sevilla, verano de 2020
Estupendo el cuento Fernando!!! buenísimo!!! Se lo daré a leer a los estudiantes de Historia de América Prehispánica e Indígena.
Izaskun Álvarez Cuartero (Universidad de Salamanca)