El 6 de enero fallecía Ricardo Piglia en Buenos Aires. Desde entonces en la red, aprovechando la virtud de su inmediatez, se han disparado los homenajes, semblanzas, recopilatorios, etc. Quienes lo frecuentaban habitualmente, lo reivindican aún más, y quienes alguna vez lo descubrimos, estamos volviendo a él sin dejar de impresionarnos. Escucharlo hablar sobre Borges es nuestra manera de sumarnos al cariño con que sus estudiantes lo recuerdan en su labor como profesor universitario:

Leer cualquiera de sus trabajos corrobora que Piglia es uno de los grandes escritores-lectores-críticos latinoamericanos contemporáneos. Para ello les dejamos este pequeño fragmento sobre su conocida teoría del complot, extraído de una conferencia dictada el 15 de julio de 2001 en la Fundación Start de Buenos Aires. El texto íntegro pueden leerlo en su Antología personal (Fondo de Cultura Económica, 2014 y Anagrama, 2015):

Construir la mirada artística antes que la obra

El arte es un campo de experimentación de los lenguajes sociales. La vanguardia se propone, antes que nada, alterar la circulación normalizada del sentido. En lo que podríamos llamar el campo específico, la vanguardia niega la especificidad. Se ocupa antes de la organización material de la cultura que de la cultura misma. Se ocupa de lo que Brecht llamaba los modos de producción de la gloria, modos sociales de producción que definen una economía del valor. Ataca los regímenes de propiedad y de apropiación que no dependen del consenso o de una regulación natural, sino que son el resultado de relaciones de fuerza y de una lucha que impone ciertos criterios y anula otros. No hay vanguardia sin tradición, y la tradición, dice la vanguardia, se transforma en sentido común, en el sentido común menos común en apariencia, el gusto estético, el pleonasmo de los entendidos que, como dice Brecht, entienden lo que entienden y saben lo que todos saben que hay que saber. Por supuesto, Brecht ataca esa posición, ataca la convención y el acuerdo implícito. Todo el debate artístico ya no pasa entonces por la especificidad del texto, sino por sus usos y manipulaciones. Se trata de actuar sobre las condiciones que van a generar la expectativa y a definir el valor de la obra. Se termina con la noción de que el valor literario reside en la obra misma y se empieza a insistir sobre la idea de que ese valor es una intriga social. Lo que sabemos del texto antes de leer es tan importante como el texto mismo. Esta disposición es un elemento básico sobre el que Borges ha insistido: clásico, decía, es aquel texto que leemos como si fuera un clásico. Sabemos que es un clásico y entonces nos disponemos a leerlo de una manera tal que hasta sus defectos nos parecen deliberados. Podemos decir que la vanguardia ha intentado modificar ese sentido común, ese lugar estabilizado, y la forma que ha encontrado es la práctica de intervenir en el espacio de consenso para crear otro tipo de saber previo. En definitiva, el complot vanguardista parte de la hipótesis de que el valor no es un elemento interno, inmanente, sino que hay una serie de tramas sociales previas sobre las cuales el artista también debe intervenir. Y que esas tramas definen lo artístico, son lo artístico. Por eso, a menudo, la práctica de la vanguardia consiste en construir la mirada artística antes que la obra artística. Es lo que, obviamente, han hecho Duchamp o Macedonio.

Esto supone otra noción de lo que es la crítica artística, porque la construcción de esa mirada y su imposición entrañan un plan, una estrategia, una posición de combate, un sistema de alianzas. Como crítica, abandona el aspecto puramente negativo y practica, no ya la negación de una obra o de una producción artística, sino la postulación de una red y de una intriga y la construcción de otra realidad; abandona la obra que critica como si fuera un objeto en desuso y se dedica a crear una alternativa. En definitiva, la vanguardia sustituye la crítica por el complot.