Bartra, Roger
El duelo de los ángeles.
México, D.F. / Bogotá, 2005, Fondo de Cultura Económica, 167 p., € 21.00
ISBN: 9789583801136

El libro que nos ocupa esta vez es un pequeño ensayo filosófico, pero también se puede leer como una deliciosa pieza literaria en tres partes. La idea de Roger Bartra es que en el corazón mismo del proyecto ilustrado se aloja un poso de irracionalidad que se sustrae tanto a la voluntad de sistema, como al proceso de secularización, como a la idea de progreso histórico. Inmanuel Kant, Max Weber y Walter Benjamin batallaron respectivamente con cada uno de estos problemas. Sin embargo, dejando de lado sus proyectos intelectuales y atendiendo a hechos aparentemente aislados, pero determinantes en sus biografías, Bartra da cuenta de ese reverso de la razón que ninguno de ellos quiso o pudo ver. A los tres los define según la constante que atribuye al hombre de genio un carácter marcado por la pesadumbre de quien no puede cumplir con una misión. Es la caracterización clásica que formuló supuestamente Aristóteles en el famoso Problema XXX, 1 y que ha reptado hasta nuestros días pasando por Ficino o Freud. Es, digámoslo ya, lo que nuestra tradición, a pesar de sus muchos nombres (hastío, spleen, angustia existencial, depresión) entiende como melancolía.

Se podría decir con todo el derecho que Kant fue la voz de la Ilustración. No sólo pensó milimétricamente sobre las condiciones y las fuentes del conocimiento, sino sobre los límites y la licitud de la moral. Quiso alojar en un mismo sistema razón, entendimiento y voluntad. Pero algo ensombreció su aspiración de unidad. Dos visionarios se le cruzaron por el camino: un loco ambulante que apareció un día cualquiera por Königsberg a quien llamaron el profeta de las cabras y el teólogo sueco Swedenborg. Tanto el uno, como el otro, daban cuenta igualmente al milímetro de un mundo delirante poblado de seres fantasmáticos y sustancias inmateriales que ponían al hombre en contacto directo con la divinidad y lo absoluto. Posiblemente a Kant le preocupó dolorosamente su parecido razonable con la «Cosa en sí», concepto irrenunciable en la construcción del sistema de la razón pura. ¿Cómo alejar, además, de la arquitectura de la razón el imperio de la sombra sin renunciar a los tres absolutos Alma, Mundo, Dios? Haciendo unos cuantos malabarismos dialécticos se ve forzado a abrir un ventanuco en su sistema para dar cabida en él al sentimiento de lo sublime (la fascinación ante lo grandioso que asombra y aterra), para que la imaginación y el placer estético se aliasen con el sentido de lo moral. Bartra ve imposible tal confabulación, y sospecha que también el propio Kant, a quien posiblemente ese sentimiento fascinante se le asemejara demasiado al delirio, a la locura.

El siguiente convocado por Bartra será Max Weber. De sobra es conocida su famosa tesis que vincula el nacimiento del capitalismo y del proceso de secularización con ciertas formas puritanas de la moral protestante (concretamente la calvinista) que eliminan las manifestaciones casi mágicas de la gracia divina, en favor de la instalación de la virtud próspera en la vida cotidiana. Sin entrar en la discusión de si es o no legítima y hasta dónde, lo cierto es que el ideal ascético fue determinante en la vida personal de Weber, quien respetó profundamente las convenciones políticas, sociales y familiares de su tiempo. Al menos así fue hasta que se instaló en la ciudad suiza de Ascona, que a comienzos del siglo XX fue un importante enclave de intelectuales y artistas muy influidos por el entonces novedoso psicoanálisis y sus tesis que cargaban las tintas en la represión sexual como fuente de la insatisfacción vital y del malestar cultural. Weber contempló y en parte participó en ese mundillo de supuesta libertad sexual y de pensamiento, pero no dejó de preocuparle el hecho de que semejante movimiento liberador no sólo era ficticio, sino más bien la consecuencia y el paso inevitable del proceso mismo de secularización, que al rechazar las formas de moralidad vinculadas a la sacralidad cristiana, acaban generando una especie de idolatría pagana hacia las emociones, las pasiones y las experiencias vitales límite. A lo irracional, en definitiva, pero también a la ausencia de interioridad.

Termina Bartra con Benjamin, si acaso de los tres, el más condicionado por la fatalidad de Saturno, astro de la melancolía y dictaminador de destinos trágicos. Benjamin se suicidó. Se suicidó hastiado por el intento de recomponer las piezas de sentido de un mundo destruido y descompuesto. Hastiado de no conseguir hacer inteligible el hilo igualmente trágico que marca la ruta de la historia y que le valió la perplejidad primero, y el rechazo después del mundo académico (no se comprendieron bien sus análisis sobre el Trauerspiel y su vinculación con el carácter europeo), al que tuvo que renunciar, y que le hizo posteriormente malvivir errabundamente por una Europa ajada por un devenir histórico preñado de fatalismo. Tal y como parece comprender Benjamin la composición del mundo, habría una especie movimiento pendular constate que oscila entre la perseverancia tediosa de algo así como un orden cósmico (la ley muda de la naturaleza y de lo inerte), y la asunción de que la historia, regida por sus propias leyes, ha de cumplir con un destino que, en palabras de Benjamin «inscribe a lo vivo en el horizonte de la culpa». Estos dos polos deterministas arrojan la subjetividad al vacío. Benjamin dio cuenta de ello en Port Bou.

En Duelo y Melancolía Freud sostiene que lo que diferencia al doliente del melancólico es que, si bien ambos acusan una pérdida, el segundo no sabe qué es lo que ha perdido. Si la entraña de la modernidad es melancólica porque el techo de lo sublime está demasiado alto, porque la funcionalidad cotidiana no deja un espacio real y visible ni para lo sagrado, ni para el deseo, y porque la progresión del tiempo histórico ve el pasado como algo constantemente superado que avanza para cumplir con un destino inexistente, si Bartra no se equivoca y tras el Renacimiento y el Romanticismo, lo que se conoce como Postmodernidad es el tercer gran período histórico afectado por la bilis negra, y si el suicidio es aquello en lo que finalmente concluye el proceso melancólico, si todo esto es así, quizá estemos asistiendo a la muerte autoinfringida y lenta de una forma de racionalidad que es la que nos ha dado a nosotros, sus hijos, la palabra y el mundo. Me pregunto entonces, quién será y qué le quedará a su viuda.

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